Una revolución amordazada

 

   En el arranque de los años 90, cuando las élites norteamericanas recién estrenaban su orfandad de adversarios oficiales tras la implosión del carcomido “imperio del mal” (Reagan dixit), el apresurado ideólogo de la posmodernidad tardocapitalista Francis Fukuyama decidía jubilar el tiempo histórico y proclamar la eternidad del capitalismo demoliberal de corte anglosajón como destino universal de la humanidad. Nada nuevo bajo el sol. Tomando prestados esquemas deductivos de la dialéctica hegeliana decretaba el “fin de la historia” y de paso todo su cortejo de antagonismos, resistencias y rebeliones. Tal como el propio Hegel en su época, identificaba el pensamiento con la realidad, “positivizaba” el mundo, y decretaba la resolución dialéctica del proceso histórico que culminaba con la descarada apología del establishment vigente. No obstante, la intrincada lógica argumentativa del ideólogo pop star del Departamento de Estado norteamericano despojada de sus ropajes hegelianos carecía de originalidad alguna; no pasaba de un refrito de emergencia del pensamiento heredado para legitimar el gobierno de facto, planetario e incontestable, de esa entelequia llamada mercado, en una época signada por el eclecticismo, el relativismo, un nihilismo inoperante, y una formidable retracción del pensamiento crítico.

Sin embargo, la ideología del “fin de las ideologías” transparentaba una certidumbre mucho más abyecta y peligrosa: la resignada claudicación ante lo dado, y lo estéril de toda tentativa transformadora. En otras palabras, la negación de la Historia como creación y de los hombres y mujeres como sujetos activos y conscientes de su propio devenir.

En 1916, en plena I Guerra Mundial, el irónico y cáustico grito de Tristán Tzara y los dadaístas contra la estupidez burguesa y la bárbara crueldad de su mundo que se desangraba en las trincheras de Verdún como anticipo de todos los horrores contemporáneos, tomó como aliento el aforismo de Descartes, “no quiero saber si antes de mí hubo otros hombres”, para, recreándolo, reexaminar y cuestionar toda la experiencia existencial. Era un llamamiento a la emergencia de una totalidad radicalmente nueva que cegase los caminos que habían conducido a la humanidad al atolladero de una violencia apocalíptica e insoportable; la negación, en definitiva, del pensamiento heredado que habiendo elevado la razón a los altares de adoración y prometido la felicidad a los hombres (“la idea de felicidad es nueva en Europa” (Saint-Just) sólo les ofrecía nuevas formas de subordinación tecnológica y un macabro refinamiento de las técnicas de aniquilación colectiva.

El capitalismo posmoderno no ha sido insensible a la sentencia cartesiana, pero la ha hecho suya interpretándola estrictamente al pie de la letra. El presente espectacular y frenético segrega su propia cadencia del tiempo histórico y sus modelos ontológicos, y en vano debemos, nos advierten sus gestores, procurar en el pasado estímulos o claves explicativas. Este presente sin puntos de anclaje es un presente sin rumbo, a la deriva, sin conciencia de sí mismo, pero se nos ofrece espléndidamente cancelado e irreducible a la acción transformadora. Por eso, proscribir la memoria siempre ha sido el histérico mecanismo de defensa de un poder erizado ante la posibilidad de ver socavada su monolítica visión del mundo. Cuando el pasado informa de hechos en los que hombres y mujeres determinaron su hubris, sus propios asuntos en tanto que hombres y mujeres que viven en comunidad, ese pasado proyecta una sombra que se traduce en potencial de autonomía; esa sombra y su efecto ejemplificante es lo que toda minoría dirigente ha de combatir para preservar sus privilegios, “acallando, en palabras de John Berger, el sentido del tiempo a aquellos a quien explota”.

El caso de la Guerra Civil española y la revolución social libertaria resulta paradigmático de todo lo anterior e ilustra como pocos el prurito institucional por manipular el pasado barriendo bajo la alfombra hechos incómodos y molestos difíciles de encajar en una historiografía oficial saneada. “Sólo una cosa no hay”, decía Borges: “es el olvido”. Trágico error: el olvido existe y es español (aunque no sólo).

Durante casi cuatro décadas el régimen franquista cinceló una legitimidad a medida que justificaba el golpe de Estado protagonizado por los militares, el clero y la plutocracia el 18 de julio de 1936, como una “cruzada” trabada en nombre de los eternos valores de la raza y la religión españolas, amenazados por la corruptora influencia de criminales ideologías ajenas a la esencia nacional, que prometían someter la Península bajo su yugo en su ecuménico propósito de conquistar el mundo. Se nos dijo que la Guerra Civil había sido una confrontación entre el Bien y el Mal (uno de los muchos antecedentes que confirman la falta de imaginación del consenso de Washington y su guerra contra el terrorismo), entre los depositarios de una supuesta tradición española, que arrancaba de la fábula católico-monárquica de la “Reconquista”, y los enemigos de la patria, ateos fanáticos con el cuchillo entre los dientes dispuestos a la traición. Tan grosero casus belli ocultaba propósitos mucho más prosaicos, sin embargo este planteamiento maniqueo sobrevivió a la desaparición de Franco, y la Transición, lejos de ser un tiempo de exhumación de la verdad histórica hurtada, constituyó un punto de no retorno en el imaginario colectivo de los españoles. Se predicó el olvido catárquico, el disimulo, y una reconciliación nacional construida sobre un consenso sin fisuras pilotado por un sinfín de apellidos de biografía maquillada que pasaba por encima de décadas de represión, cárcel, exilio, despojo y humillaciones. Asumida por casi todos, la idea de la Guerra Civil como lucha fraticida entre dos bandos irreconciliables nítidamente definidos (fascistas–antifascistas; “nacionales”–“rojos”) cobró carta de naturaleza despejando el terreno para el ninguneo de una de las experiencias revolucionarias de mayor alcance y calado del siglo XX.

El 19 de julio de 1936, tras el colapso del aparato de Estado republicano provocado por el golpe militar, la clase obrera aglutinada en la musculosa central anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo (CNT), y en menor medida en el radicalizado sindicato socialista Unión General de Trabajadores (UGT) y el POUM, asume espontáneamente la tarea de contener el avance de las tropas sublevadas, y tras reducir a los rebeldes, se organiza en una multiplicidad de comités revolucionarios a través de los cuales procede a una profunda reestructuración de la vida social y económica. Abrazando los principios del comunismo libertario de raíz bakuninista se decreta la abolición de la propiedad privada, y en muchos casos la moneda fiduciaria es sustituida por vales o cartillas; se incautan o colectivizan empresas que pasan a manos de los propios trabajadores, permitiendo a los antiguos propietarios que lo deseen participar en la gestión en las mismas condiciones que el resto; parte de las empresas se reconvierten para suministrar material bélico a las milicias populares creadas para luchar en los frentes contra el ejército sublevado; en numerosas áreas de Levante, Andalucía, Aragón, Cataluña, y también en Castilla y Asturias, el régimen tradicional de propiedad es pulverizado, se colectiviza la tierra y se articulan mecanismos de apoyo mutuo que permiten la erradicación de prácticas execrables como la mendicidad; se habilitan albergues para acoger a los ancianos, a las familias procedentes de la zona “nacional”, y a los huérfanos; el régimen jurídico burgués es sustituido por el “quod omnes tangit ab ómnibus approvari debet”, lo que atañe a todos por todos debe ser decidido; se suprimen los alquileres; los servicios sanitarios, así como las peluquerías o los cafés, son gratuitos; se libera un odio anticlerical secular que se traduce en la quema de iglesias y conventos y la ejecución sumaria de curas y religiosas; proliferan las escuelas racionalistas basadas en la pedagogía de Ferrer Guardia, y se instituye la escolarización obligatoria hasta los 14 años; a los mayores de 60 se les exime de trabajar y la colectividad se hace cargo de ellos.

Estas y otras muchas medidas conforman el marco general de la imaginación radical del anarquismo español y están prolijamente documentadas, aunque historiadores laureados hayan tratado de embridarla, ridiculizarla o simplemente ahogarla en un vaporoso rumor de “pacíficas comunas presididas por venerables figuras idealistas (que) tenían en la vecindad los peores excesos, sin proyecto político claro” (Vilar). Sin embargo, entiéndase bien, no se trata de cultivar la nostalgia, de prospectar en los sótanos de la Historia en busca de románticos modelos, o imaginar una mitología heroica: los héroes a la larga acaban por volverse contra nosotros haciéndonos mucho daño, condenándonos a la parálisis contemplativa de lo que fue. Debemos, pues, “rechazar la seudomodernidad y la seudosubversión, la ideología de la tábula rasa, como también el eclecticismo, o la adoración servil del pasado” (Castoriadis). Con la morfología revolucionaria española cumple una rigurosa observancia crítica, rescatando sus luces, pero sobre todo sus sombras. Así, no pueden caer en saco roto la incapacidad del movimiento libertario español para hacer efectiva la igualdad plena de las mujeres postulada teóricamente en toda la literatura libertaria prerrevolucionaria, ni la implacable represión de clérigos y monjas pasados por las armas, o la destrucción de iglesias; debemos analizar el tinte involuntariamente autocrático de algunos comités revolucionarios, a pesar de las medidas correctoras introducidas para evitar enquistamientos jacobinos, sin soslayar el carácter coactivo (fundamentalmente de naturaleza económica) que adquirió la adhesión de algunos individualistas a las colectividades. De igual modo sería extraordinariamente interesante profundizar líneas de investigación que apuntan a la aversión al trabajo de un núcleo significativo de obreros durante la revolución, y a la reiterada práctica del boicot y el absentismo laboral, actitud subversiva en aquel contexto y frontalmente contraria a la teoría y praxis de un anarcosindicalismo impregnado de adherencias iluministas como la fe en el progreso, en el desarrollo técnico, y en el trabajo como eje articulador de la vida.

Tampoco se puede ignorar la responsabilidad de los líderes de la CNT en el desmantelamiento final de esa “causa (que) jamás había sufrido una derrota tan completa ni había dejado el campo de batalla tan desierto” (Debord). Su extrema cautela de los primeros días, sus falsas encrucijadas, su colaboracionismo de clase que propició la recomposición de las fuerzas burguesas, que supuso la conculcación de los principios anarquistas participando en el gobierno republicano reconstruido tras cobrar un aliento que las bases le habían negado cuando la situación estaba controlada por el “pueblo en armas” y el poder residía en la calle, deben ser examinados críticamente.

Silenciada y prohibida por la hagiografía franquista, la memoria de la Revolución tampoco halló suelo fértil en la historiografía liberal. “No hay venganza mayor que el olvido porque sepulta a las personas en las cenizas de su nada” (B. Gracián), y así durante casi cuarenta años estar en posesión de documentos que mencionasen el experimento revolucionario estuvo terminantemente prohibido y sometido severas a puniciones por el régimen nacional-católico, mientras las primeras obras pretendidamente objetivas y no abiertamente partidarias de los vencedores de la guerra, como las de Hugh Thomas o Gabriel Jackson, al tiempo que rompían la burda férula ideológica del franquismo, simplemente omitían cualquier proceso revolucionario en la geografía republicana. Años después, al ser interpelados por un mayor número de estudios y la aparición de nuevos libros que abordaban sin ambages los hechos revolucionarios, ambos autores, en especial el primero, revisaron sus obras trocando el manto de silencio por algunas páginas descuidadas en las que no escondían su desdén por un experimento fastidioso y en todo caso subsidiario en el contexto general de la guerra, que había “empañado brutalmente la imagen de la república” (Ángel Viñas). “En las obras de Historia recientes, esta revolución, esencialmente anarquista, que trajo un cambio social, es tratada como una especie de aberración, un molesto contratiempo que impedía el victorioso proseguimiento de la guerra y la protección del régimen burgués amenazado por la rebelión franquista”, anota Chomsky en un necesario ajuste de cuentas.

Otro historiador, Julio Aróstegui, quien a la pregunta de si hubo efectivamente una revolución se inclina por una respuesta “matizadamente positiva”, va más allá en el cretinismo académico cuando afirma que “la revolución destruye, en principio, los logros y las expectativas de una eficaz alianza entre el proletariado y las pequeñas burguesías en la lucha frente a la reacción de los grupos dominantes tradicionales. Y esta es una de sus grandes debilidades”. ¿”Eficaz alianza”?, ¿para quién?, ¿para qué?. Recordemos que los “notables” (Mintz) de la CNT fueron entusiastas seguidores de esta alianza con la pequeña burguesía y cuando su papel de dique de contención de las pulsiones revolucionarias de la base concluyó fueron desplazados de los resucitados órganos de poder republicanos sin miramientos, enterrando junto con sus rutilantes carreras políticas gran parte del proceso revolucionario. Además, para el autor de esta instigante y curiosa teoría de la revolución como colaboración de clases resulta ineluctable concluir que “las efectivas posibilidades de realización (de la revolución) quedaron truncadas por una debilitación progresiva debido sobre todo a la inmadurez de los propios revolucionarios”. Es decir, que la revolución no cristalizó, y por tanto no fue, porque sus “efectivas posibilidades de realización” fueron “truncadas” por la bisoñez y falta de profesionalidad de sus inmaduros protagonistas. Sin embargo, lo que nunca podrán comprender en su deslumbrante obviedad historiadores sujetos a sus anclajes de clase como Aróstegui es que para los trabajadores que entregaban sus vidas en las barricadas eso era lo único que tenía sentido, la lucha por la emancipación sin dilaciones ni consideraciones de oportunismo político, y no la peregrina certeza de que las revoluciones obedecen a opacos e inexorables principios inmanentes que condicionan su grado de madurez, o la esperanza de una sociedad idílica en un porvenir que se macera progresivamente.

Por su parte los historiadores marxistas, empecinados en la defensa de un determinismo derivado de las leyes últimas de la Historia que Marx creía haber descubierto, y, subsecuentemente, aferrados a una cerrada teoría de cambio social que exige el agotamiento del ciclo histórico de la burguesía como clase dominante (aunque ese no fuera el caso español y tuvieran que recurrir a alambicadas tipologías revolucionarias leninistas) antes de que las condiciones “objetivas” propicien la toma del poder revolucionario del proletariado, se han visto obligados a justificar la política contrarrevolucionaria del Partido Comunista Español (PCE), escrupuloso cumplidor de las resoluciones del VII Congreso Mundial de la Internacional Comunista (Komintern), de obligada obediencia para todos los partidos comunistas desde 1935, inspirado en las necesidades estratégicas de la política exterior del Kremlin que ansiaba una distensión de sus relaciones con el III Reich alemán. Un enloquecido Stalin, que ultimaba su particular Inquisición de los Procesos de Moscú, renunciaba a sus veleidades “revolucionarias” para tejer una red de alianzas con fuerzas burguesas (frentes populares) con el propósito de esquivar el aislamiento de la URSS en el turbulento contexto europeo de entreguerras, imponiendo así la subordinación de los partidos comunistas nacionales a los dictados de Moscú.

La geopolítica española se convirtió en laboratorio donde se puso a prueba el giro contrarrevolucionario de la Internacional Comunista que, para evitar posibles provocaciones al régimen nazi, se entregó concienzudamente a la tarea de liquidar manu militari las colectividades, comités y milicias revolucionarias (excepción hecha del Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, organización comunista no stalinista, de presunta influencia trotskista, de la que sus propios miembros y hasta el mismo Trotsky siempre abominaron, que tuvo un destacado papel en el proceso revolucionario y sufrió con especial virulencia la política represiva del PCE y los “consejeros” soviéticos).

Esta historiografía, abiertamente hostil al anarquismo y la Revolución, ha tratado de desacreditar al movimiento libertario español tildándolo de “milenarista”, “extravagante”, “visionario”, “mesiánico”, “primitivo”, “antidialéctico” o “ahistórico”. Eric Hobsbawm en su Rebeldes primitivos se despacha a gusto: “Para el estudioso de la política en general, España puede ser solamente una advertencia contra los excesos libertarios (con o sin armas o dinamita) del tipo de gente que, como Ferrer (pedagogo libertario) alardeaba de que ‘más que un revolucionario soy un revoltado’. Para el historiador la fuerza insólita del anarquismo, o revolucionarios primitivos, necesita varias explicaciones (…). A menos que se conciban las revoluciones como simples secuelas de sueños y epopeyas, el tiempo de análisis debe suceder al de memorias históricas”. Ciertamente, una reconstrucción del pasado arquitectada sobre memorias históricas lleva aparejado el efecto corrosivo del subjetivismo episódico, así como la natural inclinación de los protagonistas a glorificar sus biografías puede suscitar sin duda desvíos interpretativos autojustificativos. Ahora bien, “la historiografía sobre la Guerra Civil ha pasado de ser una historia militante, hecha por protagonistas y testigos de la Guerra, con todos los riesgos que ello supone, pero también con la pasión de quien no juega con palabras porque antes se ha jugado la vida, a ser una historia académica mema, caracterizada por el disparate, la incomprensión e incluso el desprecio a los militantes y organizaciones del movimiento obrero” (Combate por la Historia. Manifiesto).

Por su parte, Pierre Vilar nos advierte contra posibles espejismos: “No comparemos, por tanto, abusivamente los comités de los soviets o los consejos de 1917-1918, con una revolución cuyas milicias anarquistas de Barcelona a veces ratificaban, a veces imponían, poderes comunales y una colectivización de las tierras”. El emérito profesor Vilar, para quien “el comunismo libertario no fue proclamado”, se emociona con los crímenes de colectivización forzada protagonizados por las milicias anarquistas, olvidando la documentada existencia de individualistas en las colectividades, y, más sintomático aún, que cuando el ministro comunista de Agricultura Uribe decretó la prohibición de las mismas, fueron los propios campesinos “forzados” quienes se opusieron a la liquidación de las colectividades, obligando al gobierno republicano bajo control del Partido Comunista a rectificar su decisión ante la imperiosa necesidad de recoger la cosecha. Igualmente, guarda un silencio bastante parecido a la complicidad sobre el golpe bolchevique de octubre de 1917, la eliminación sin contemplaciones de la oposición anarquista, la liquidación de la comuna de Kronstadt, la imposición de la colectivización de la tierra a los campesinos, las deportaciones, los gulag, la emergencia de una vanguardia dirigente sin escrúpulos que neutralizó los sectores más combativos del movimiento obrero internacional, y en el caso español, la implantación, y posterior control comunista, del SIM (Servicio de Inteligencia Militar), y la NKVD, policía secreta de Stalin, responsable de la depuración de elementos revolucionarios en la retaguardia republicana. Descartada la ignorancia sólo resta la deshonestidad. Bien sabía Chateaubriand que “hay épocas donde sólo se puede prodigar el desprecio con economía debido al gran número de necesitados”.

En todo caso, y a pesar de su lacerante tratamiento historiográfico, por su espesor y alcance, el episodio revolucionario del anarquismo español se inscribe por derecho propio entre los grandes movimientos emancipatorios occidentales y entronca genealógicamente con la onda revolucionaria que sacudió Europa en el siglo XIX que culminó en la Comuna de París de 1871. Del mismo modo, su influencia se rastrea en momentos críticos y de ruptura posteriores como la Revolución consejista húngara de 1956, el Mayo parisino de 1968, o las experiencias autónomas de los setenta y primeros ochenta en Italia, Polonia, España y Portugal.

Si la “Historia es poiesis, creación, autocreación” (Castoriadis), la Revolución española merece ser estudiada como un gran esfuerzo colectivo por superar la heteronomía capitalista y situar la acción de los hombres y mujeres en el plano del autogobierno y la autonomía. Anclar el análisis en la recuperación de gestas destinadas a engrosar el panteón de utopías añoradas nos impedirá extraer cualquier enseñanza válida para la comprensión y transformación del presente. Ignorarla o diluirla en una historia travestida sería la primera victoria de quienes nos ofrecen un mundo definitivamente armado, como un muro sin grietas.

“No sólo es reaccionario el retorno al pasado; también (lo) moderno en la medida en que depende de formulaciones ideológicas de la sociedad que ha prolongado su agonía mortal hasta el presente. Sólo la innovación extrema está históricamente justificada” (Debord). Los abracadabrantes discursos de los vencedores de la Revolución, que sellaron sus destinos en la Transición con rumbo a una Europa que exigía componendas, consenso y mónadas pasivas sin conciencia de su origen, han exiliado la innovación radical de la clase obrera en 1936 de los libros de historia, imponiendo una amnesia sanitaria, y escondiendo su profundo carácter anticapitalista, pero sobre todo, y muy especialmente, que lo que se ventiló no fue un conflicto entre dos versiones encontradas de modelo nacional o estatal, ni una guerra de “salvación” o “independencia”, sino un momento del proceso de emancipación anticapitalista de los trabajadores revolucionarios. Borges, que se equivocó con el olvido, supo redimirse cuando atisbó que “hay una dignidad que el vencedor no alcanza”.

Michel Suárez

Este artículo fue publicado por primera vez en Germinal. Revista de Estudios Libertarios núm.4 (octubre de 2007)

1.- La causa de los vencedores agradó a los dioses, pero a Catón la de los vencidos.